Cuando era niña y vivía en la ciudad de Trujillo (Venezuela), en medio de los calorones húmedos típicos del mediodía, soñaba con un ventilador.
Someterse a la caricia ronroneante del aire que evapora la humedad de tu cuerpo refrescándolo, me parecía algo muy cercano al paraíso en la tierra. Era niña, y mi idea del paraíso muy simple.
Mucho tiempo después he aprendido que un ventilador puede ser algo peligroso.
Hace un tiempo fui a un almuerzo en casa de amigos italianos. Los únicos culturalmente no-italianos allí éramos mi marido y yo. El calor en la casa de los anfitriones era sofocante. Pero nadie hablaba de ello. Yo resistía como podía. Y cuando estaba ya casi a punto del desmayo con la vista nublada, alguien de la casa pronunció estas palabras inolvidables:
“Creo que en alguna parte tenemos un ventilador”
En ese momento hubiera querido ser un personaje de la Ilíada para responderle épicamente como se merecía: ¡Que palabras se te escaparon del cerco de los dientes!
De la impresión me atraganté con la naranjada caliente (ni hablar de hielo) que trataba de deglutir en ese momento.
Acababa de conocer a esta familia, así que ninguno de los comentarios que me vinieron a la mente se escapó del cerco de mis propios dientes, pero bullían (por el calor) en mi ya reblandecida mollera. Pensaba, gritaba, en mi interior:
!!! Coooooomo!!? Había un @#$%^&* ventilador en casa y estamos desde hace más de una hora derritiéndonos lentamente?
En el exterior, sin embargo, sonreí con mi mejor sonrisa etrusca y asentí aprobando la idea de ventilarnos un poco.
Les resumo lo que siguió:
- Búsqueda del ventilador: 15 largos minutos (hay minutos estándar y minutos largos).
- Búsqueda de cables y extensiones: otros 15 minutos de los largos.
- Discusiones agitadas sobre la instalación / ubicación del mismo: 15 minutos pegajosos.
A los 45 min exactos lograron conectarlo. Lo colocaron en un extremo de la larga mesa. Lo encendieron. Y yo percibía un ligero temblor del aire desde el otro extremo, donde quisieron los hados que yo estuviera sentada. Me sentía bien.
Pero los dioses ciegan a los que quieren perder. Porque el bienestar no duró ni siquiera 15 minutos tipo-estándar. La señora de la casa, muy responsablemente, se fijó en un hecho maligno, casi odioso: El aire (o su ligero temblor, como dijimos) atravesaba el espacio y me llegaba directamente. Inmediatamente corrigió el entuerto. Lo desvió para que refrescara una columna (!!!) que estaba convenientemente a mano. Según ella, el aire rebotaría en la columna difundiéndolo y evitando ese padecimiento italiano que se llama il colpo d’aria, el golpe de aire.
Los italianos, pueblo delicado, han sido siempre sensibles al aire. La palabra malaria –recuérdese– es italiana. Deriva de mal-aria, es decir mal aire: se creía que la enfermedad era causada por un aire más malo que los demás.
Pero hay buenas noticias, la sensibilidad al aire y la propensión a adquirir el maléfico “golpe de aire”, NO es genética. NI contagiosa. NI se adquiere con la nacionalidad.
Hace pocos días estábamos tres italo-venezolanas en una reunión de trabajo. Ellas, genéticamente italianas, pero criadas en Caracas y Zulia respectivamente. Yo, italiana por naturalización desde hace dos años. El calor en la habitación subía, pero las ventanas estaban cerradas. Afuera, tras los cristales, se adivinaba un brisa más que fuerte, casi ventarrón.
Una de mis amigas interrumpió para preguntar con apasionada urgencia: “¿a alguna de ustedes les da esa enfermedad del aire de los italianos?” (los italianos criados en Italia, se entiende).
Las otras dos casi gritamos a la vez:
¡Nooooooooooooo!, ¡!abre esa vaina!!!
El resto de la reunión transcurrió placentera en medio de la fabulosa corriente que entraba por la ventana despeinándonos.