Yo crecí en la montaña. Mi madre era maestra rural en una zona mágica de los páramos trujillanos. Allí yo pasaba bastante tiempo con mi abuela paterna en cuya casa vivíamos. Ella tenía un pequeño huerto-jardín pegado a la casa y allí se daban algunas flores con bastante esfuerzo. La tierra de alta montaña no es muy fértil. Pero ella le sacaba a esa escasa capa vegetal hortensias, calas, rosas y algunos pensamientos. Estos se daban con gran timidez y cuando salía alguno, mi abuelita se extasiaba en su contemplación como quien mira una joya de gran valor. No los arrancaba, por supuesto. Los disfrutaba allí, a ras del suelo, entre las piedras y el musgo que hacían de marco a esas pequeñas perfecciones.
Muchos años después, (ya ella había muerto) fui a vivir en los Estados Unidos y un día de primavera, en la universidad, en uno de los patios centrales habían sembrado durante el fin de semana cientos de pensamientos. Yo no podía creerlo. Me acerqué. La tierra estaba recién removida, todos eran grandes y perfectos. Sin saber por qué se me salieron las lágrimas y desde ese día evitaba pasar por allí o desviaba la mirada.
Los cuatro o cinco pensamientos que recordaba de mi infancia siempre me parecieron la apoteosis de la belleza. Los cientos que crecían allí en aquel jardín ajeno, tan exuberantes, tan sin sentido, me disgustaban con su insolente abundancia.
No siempre más es mejor.