
Se lee mucho en estos días olímpicos sobre el acoso o bullying en las “redes sociales”, frase que leída de otra manera suena a “trampas cazabobos”. Porque si a ver vamos, una red es un instrumento de caza. ¿Y qué víctima mejor que el desocupado ciudadano común?
Se ha comentado, por ejemplo el caso de la gimnasta Simone Biles y de su decisión de retirarse a tiempo a favor de su salud mental. Muchos de sus fanáticos (NO es un concepto positivo, a pesar de que lo acortemos en “fans”) la emprendieron contra la jovencita —casi una niña— porque se sentían ofendidos por su retiro, como si la joven les perteneciera.
Y hay quien culpa a los medios sociales en lugar de culpar a la eterna miseria del ser humano. Como siempre, me da por pensar en casos semejantes en el pasado y me vino a la mente con gran claridad una anécdota que nos contó nuestro profesor de Griego Clásico (¡querido Dr Thiele!) en la universidad. Y va más o menos así:
Como los humanos hemos tenido una debilidad por el espectáculo, o por cualquier diversión que nos aleje de la pesadez de la vida diaria, los griegos tenían el teatro: las representaciones de tragedias y de comedias (separadamente). Los escritores, y sobre todo los actores, eran socialmente muy apreciados y hasta venerados. Eran reconocidos, amados, mimados y tenían muy buena paga. Nada ha cambiado en la tendencia desde Atenas a Hollywood.
Las representaciones de las tragedias eran imponente. Los actores debían llegarle al corazón del público con unas historias que resumían toda la miseria y grandeza de los dioses y los seres humanos del pasado griego. El teatro era aleccionador y tomado MUY en serio.
Y aquí viene el cuento del bullying. Un actor llamado Hegelokhos estaba recitando, en un festival, uno de los versos de la obra “Orestes” de Eurípides y se equivocó en la pronunciación de una de las palabras, introduciendo un equívoco jocoso en el ambiente.
El público no se lo perdonó. No tenemos datos, pero seguramente luego del desconcierto vinieron las risas y después el abucheo. No le perdonaron haberles “cortado la nota trágica”. No le tiraron tomates, porque América no había sido descubierta aún, pero seguramente otras verduras sí. Y, con toda probabilidad, después le obsequiaron abundantes “graffiti” (o como se llamaran en griego popular) pintados en los alrededores de su casa. Y a lo mejor su mujer e hijos y hasta sus criados y esclavos eran objeto de escarnio cuando salían al templo o al mercado. Tal vez la gente maullaba disimuladamente cuando pasaba la familia de Heghelokos…
Según mi profesor (no pude encontrar nada que lo confirmara o negara), al pobre Hegelokhos no le quedó otro remedio que el suicidio, ese acto drástico que permite el lavado (y planchado) de esa delicada prenda llamada “honor”.
Dejé para el final decirles que las palabras que confundió al recitar fueron “calma” (γαλήν’ = galén) y “gato” (γαλῆν = galéèn) que se diferenciaban sutilmente en la pronunciación del verso.
Así que el pobre hombre debiendo recitar:
“Después de la tempestad, veo la calma”, recitó:
“Después de la tempestad veo al gato”…
Sí, aún hoy da risa. Sorry, Hegelokhos!
No son los medios sociales, es la mezquindad humana la que acosa.