
Felícita se llamaba la madre de Zenobia. Y ese domingo vendría a visitarla. A ella y a su hermana menor Francisca, la Chica, que también había venido a vivir en la Casa Grande y ayudaba con los oficios que eran tantos. La Casa Grande quedaba en la vega del río y desde allí se podían ver todas las colinas alrededor. También desde las pequeñas casas de las colinas sus habitantes podían observar a los de la Casa Grande. Cuando alguien venía de visita y era domingo, la gente se sentaba en el corredor de las humildes viviendas de tierra pisada, en las sillas de cuero de vaca recostadas a la pared y miraba hacia la loma del Chuchuco –que era lo más lejos que se podía divisar– hasta que se vislumbraba a alguien.
Allí se viajaba a caballo, en mula o a pie según las distancias. Felícita vivía lejos, me decían, pero yo no entendía muy bien lo que era lejos, porque Cabimbú, el pequeño poblado andino donde vivíamos, era lejos de todo. La gente obviamente quería decir lejos de Cabimbú que, para nosotros, era como el centro de la tierra.
Ese día todos estábamos afuera esperando la visita de Felícita. Mi hermanita y yo jugábamos con Zenobia y la Chica, pero ellas no se concentraban en el juego por la emoción. Cada minuto se detenían y miraban hacia la loma expectantes. Cuando se divisó un punto en movimiento, que era lo que yo alcanzaba a ver, las mujeres comenzaron a gritar: «!Allá viene Felícita!» Y todos nos lanzamos caminando por la vega que bordeaba el río para encontrarla a medio camino.
La pequeña comitiva formada por los habitantes de la Casa Grande iba en grupos. Adelante Zenobia y la Chica cogidas de la mano, la ropa limpia, las alpargatas nuevas y las trenzas recién lavadas y estiradas colgando a sus espaldas. Detrás, mi hermanita que no paraba de hablar y de salirse del camino para recoger las flores amarillas que crecían entre la hierba acolchonada; de últimas mis tías y mi abuela conmigo. Y mucho más atrás, conversando por lo bajo y riendo fuerte y bromeando, los hombres. Siempre se caminaba así en aquellos lugares.
Ya veíamos a Felícita. Venía a caballo en una yegua mansa de pelo encanecido. Felícita era alta y fuerte como Zenobia y traía un pañuelo blanco que le cubría la cabeza y se anudaba debajo de la barbilla, y arriba del pañuelo un sombrero de ala grande de paja para protegerse del sol de la montaña. Montaba a horcajadas porque ya no hacían sillas para que las mujeres montaran de lado. Las mujeres montaban como los hombres, pero arriba del pantalón usaban vestidos largos y anchos. No era apropiado que las mujeres usaran únicamente pantalones. Mi hermanita y yo también usábamos vestidos arriba de los pantalones pero cuando regresábamos a la ciudad podíamos usar sólo pantalones.
Cuando Felícita y su yegua estaban a pocos metros, Zenobia y la Chica se soltaron de las manos y comenzaron a correr a su encuentro. Felícita frenó la bestia tirando de las riendas y esperó. Las hijas se arrodillaron en medio del camino, y juntando las manos sobre el pecho y con las cabezas bajas le recitaron el Bendito y alabado: «Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, y la pura y limpia Inmaculada Concepción de María Santísima, Madre de Dios y Señora nuestra, concebida sin pecado original en el primer instante de su Ser». Luego le pidieron la bendición: «Échenos la bendición». Y Felícita, apenas sonriendo, les respondió desde la altivez de su montura: «Dios las bendiga y las favorezca y las proteja de todo mal». «Amén», murmuraron a una voz las hijas y las mujeres de la comitiva. Los hombres no habían llegado todavía.
Mi hermana y yo que nunca habíamos visto algo semejante nos escondimos detrás de algunas de las mujeres para disimular la risa que nos había entrado por la escena. Mi abuela nos sorprendió en el acto y nos paralizó con la mirada. Nos dijo que era así como se debía pedir siempre la bendición a los padres. Que las niñas modernas éramos unas faltas-de-respeto.
Los hombres llegaron, y todos dimos la vuelta para volver a casa y hubo un gran regocijo y alboroto porque las visitas allí eran tan esporádicas que alguien que llegara era motivo de fiesta. Yo iba rezagada de la mano de mi hermanita que había comenzado a llorar en silencio.
–¿Qué te pasa ahora boba? — le dije susurrando. –Deja de llorar que nos van a ver. ¿Qué te pasa?
Y ella, entre sollozos, también por lo bajo me dijo al oído:
–Es que yo no quiero ser moderna.
Yo no sabía si reírme o qué, pero había que calmarla antes de que nos descubrieran.
–Mira, mira –le dije, hay más flores amarillas de aquél lado.
Funcionó como una magia. Cuando uno tiene cuatro años, la tristeza se va así: en un suspiro.
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