¿Podemos ayudar?

Trieste. Estación Central

Hay días en los que siento que no estoy en capacidad de ayudar a nadie. Que soy bastante inútil en este mundo. Y eso me entristece. El miércoles fue un día de esos. Y para remate me esperaba una tarde de clases. Tres horas seguidas.

Antes de salir a la universidad embutida en un atuendo antihuracanes (previsión meteorológica), me doy cuenta de que no tengo tique para el autobús. Salí casi volando con el viento y caminé hasta el expendio de tiques que es un café de la estación ferroviaria.

Cuando pido el tique, la señora me explica que no tiene, que no los venderá más porque —!oh, sorpresa!— han instalado una máquina expendedora afuera de la estación. Me aconseja que lo compre ahí o que cruce la calle y vaya al puesto de periódicos donde tal vez todavía los vendan. Salgo de nuevo y sopeso: ¿máquina o quiosco? Decido por el quiosco.  Cruzo la avenida. La dueña se suelta en maldiciones e improperios cuando le pido el tique.  No hacia mí, sino hacia el sistema de transporte que ahora le pone trabas para venderlos. En una perorata en dialecto triestino —del que ella cortésmente me traducía alguna palabra en italiano— me contó sus penurias. Y yo, lo único que podía hacer era repetir con ella su línea coral: «ma sono matti!!!» (¿pero están locos?).

Cuando pude, me zafé y volví a cruzar la avenida (el semáforo tarda bastante) para ir a la máquina.

Llego a la susodicha máquina y veo delante una mujer con un perrito. Una señora anciana, magra, esmirriada, casi oculta por sus abrigos, y su perrito también viejo, también flaco, con una mantita para protegerlo  del viento. La señora me mira angustiada y me temo lo peor.

—¿No funciona la maquina?

—Creo que no, pruebe usted, —me dice.

Yo me acerco y ella,  se me pega al lado, para mirar lo que estoy haciendo. Ni por un momento ninguna de las dos pensaba en el COVID. Ambas teníamos máscara, claro. Pero sin distancia. Yo nunca había usado una maquina para comprar estos tiques porque en Trieste, cuando llegué hace tantos años, no existían. La máquina funcionaba bien. Compré mi tique con facilidad. Y la señora:

—Ah, así es como funciona—.  

Me enseña un billete de 5€ y me pregunta: —¿Y aceptará uno de estos?

—Claro, —le respondo. La maquina le da cambio.

Me mira en muda suplica, y yo:

—¿Quiere que la ayude?

—Sí, por favor, —responde inmediatamente.

—Ok… vamos a ver… ¿Quiere un tique sencillo o uno múltiple para todo el día, —le pregunto.

—Uno para todo el día.

—¿Está segura? —insisto de nuevo—, porque es ya casi la una y el tique que dura todo el día es caro.

—No, no, uno simple, entonces, o mejor dicho, dos, —me dice.

—¿Dos? (yo, asombrada).

—Uno para él —y me señala el perrito, que a todas estas seguía la conversación atentamente.

¿Y él paga? —le pregunto.

—No lo sé… pero mejor compre tres… de esta manera: primero dos y después uno solo.

—¿Tres? ¿y ahora por qué tres?  (Ya dura mucho esta compra, pensé).

—Uno es para mi marido.

Miro disimuladamente alrededor y no veo ningún marido ni otra persona  a la vista. Me doy cuenta de que si sigo persiguiendo la lógica voy a llegar tarde a clase y hago lo que me pide, le compro dos primero y luego otro aparte. Le entrego los tres tiques,  ella recoge el cambio en la máquina  y se deshace en agradecimientos. Yo me despido y me alejo rápidamente porque debo atravesar la avenida de nuevo y ya mi autobús esta esperando en la terminal. Mientras espero la luz verde miro a mi alrededor y ya no hay señas de anciana ni de perrito y mucho menos de marido. ¿Adónde pueden haber ido tan rápido? Muy ágiles no parecían.

Como tantas cosas que me suceden en días de niebla y huracanes, dudé de su realidad. ¿Tal vez imaginé al perrito y a la anciana de la misma manera que esta imaginaba al marido? ¿Tal vez la anciana fue un fantasma amable que apareció para mostrarme que todos, incluso yo,  podemos ser útiles?

Subí al bus e interrumpí la lectura del chofer que esperaba la hora de salida y le pregunté:

—Disculpe, ¿los animales pagan pasaje?

—¿Ah?, — gruñó de malas pulgas, como suele ocurrir con los choferes de bus por estos lados.

Los perros, —explico mejor—  ¿pagan pasaje en el autobús?

Me respondió con impaciencia como pensando, «hay gente que nunca entiende nada».

 —No. No pagan.

Todavía faltaba como un minuto para arrancar. El chofer volvió a sus lecturas. Yo había gastado un poco de tiempo y la anciana había pagado un tique, o tal vez dos de más. Pero ya me sentía menos inútil que hacía una hora. El bus arrancó y yo comencé  a repasar mi clase mentalmente.

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