Límites

Hace muchos años, en Mérida, a mis hijos les regalaron un perro. Era un cacri (en venezolano = callejero + criollo) blanco, pequeño, resabiado y fanfarrón. Obviamente, era yo quien lo cuidaba. Se llamaba Tom, y casi todo el mundo (incluidas mis dos perras residentes) lo detestaba. Y es que era insufrible. Buscaba pelea con todos los perros de la cuadra que eran unos gigantes en comparación con él. Le tenía particular antipatía a los niños pequeños. Les ladraba y les gruñía peligrosamente cuando se le acercaban. En la zona donde vivía, todos teníamos perros “de verdad”. Es decir, animales grandes, que sirvieran de guardianes. Con su escasa masa corporal Tom se escapaba para ir a buscar camorra a todos los perros guardianes de los alrededores. 

En la noche, cuando yo les daba la comida a los animales (perros y gatos) antes de irme a dormir, tenía que darle a él antes que a los demás, porque de otra manera se negaba a comer y se retiraba ofendido.

Yo era la única que lo soportaba.  Tal vez por eso me amaba y se  empeñaba en salir conmigo cuando yo iba a hacer caminatas por los alrededores. En su modesta opinión, él era quien me defendía de todos los males del mundo.

Un día nos encontramos con unos perros callejeros y allá se fue él,  derecho a su perdición. Los perrazos, que no estaban para tonterías,  lo atacaron sin compasión. Yo corrí a la casa a buscar el carro y a un ayudante para rescatarlo… lo que hubiera quedado de él.

Lo encontramos tirado en la carretera, hecho un despojo sanguinolento. Me miró sin embargo todavía con cara presuntuosa como diciendo: “deberías ver como quedaron los otros…les dí la paliza de su vida…”  

Lo llevamos a casa y lo curamos como mejor pudimos porque con el carácter endiablado que tenía, no se dejaba hacer las curas. Pasaban los días y no se recuperaba. Transcurría el tiempo metido debajo de un mueble en la lavandería. Apenas comía.

Mi ayudante, Leandro, me dijo que sospechaba que el perro, debajo del collar tenía gusanos. Luchamos para sacarlo de su escondite sin que nos mordiera y le arrancamos el collar que salió casi con piel y todo. Y, efectivamente, lo que tenia en el cuello era un hervidero de gusanos. Lo rellenamos de liquido mata-gusanos y de antibióticos, hasta que poco a poco se fue recuperando.

En poco tiempo no solo se había curado, sino que el pelo alrededor del cuello le creció mas abundante, largo y brillante, como una melena leonada pero blanca. Y pronto volvió a ser el perro abominable de siempre. O más, si se puede, porque ahora, en posesión de esa melena te miraba de arriba a abajo y la sacudía con mas arrogancia que nunca antes de alejarse con su pasito de matón. Y después de todo este desastre, me idolatraba. Él estaba convencido de que casi había dado la vida por mí. De que era un héroe y se le debía todo.

En esta actitud beligerante siempre, un día traspasó los límites y atacó a una niña. Precisamente a la hijita de tres años de quien me había hecho tan nefasto regalo. El veterinario ordenó sacrificarlo… Yo lo eché de menos, pero les juro que nadie más lo hizo.

En estos días, y a raíz de los rifirrafes alrededor de las elecciones en USA he pensado mucho en Tom, tal vez porque me recuerda a Trump… o viceversa.

Solo espero que Donald no traspase los límites. Hemos visto como muchos de los suyos están comenzando a no echarlo de menos.