
Adolfo sacó la Walther PPK que desde hacia unos días llevaba siempre encima, pegada del muslo. Le gustaba sentir su calor, casi animal. Como si fuera el morro de Blondi cuando se le acercaba en busca de mimos.
Miró a Eva, sentada en el sofá, la mirada baja, extraviada. Seguramente ya comenzaba a hacer efecto el cianuro.
Primero ella. Luego yo. Era lo pactado, era lo lógico. Se acercó lentamente para esperar su muerte. Ella ni levantó la cara, absorta en algún punto entre sus zapatos y las patas de la mesa de café. Además del cianuro, había ingerido altas dosis de tranquilizantes para aminorar la agonía. Eva comenzó a estremecerse y a sofocarse por un tiempo que a él le pareció eterno hasta que cayó sobre un costado como si de repente, y por propia voluntad hubiera decidido tomar una siesta.
Adolfo no sintió ninguna pena, ningún remordimiento por darle este final. En verdad hacía mucho tiempo había dejado de sentir algo por Eva. Quizá alguna vez, cuando ella aún mantenía su inocencia…
Miró el cuerpo de la mujer, caído de lado, todavía en el sofá, y esperó para comprobar que no habría más movimientos. No la tocó, ni se acercó siquiera. Hacia tiempo no rozaba aquel cuerpo y eso no iba a cambiar en los últimos momentos. Eva seguía inmóvil.
Le dio la espalda y ahora dirigió la pistola hacia su propio cuerpo. Era la misma arma que había usado Geli para quitarse la vida hacía ya tanto tiempo.
Recordó el rostro de Angelika, su Geli, de sonrisa inocente, a pesar de todo.
«Geli, ojalá hubiera seguido tu ejemplo»
Disparó.