Una de mis mejores amigas en Trieste es musulmana. Y como si eso fuera poca dificultad en la vida, su hijo menor, que creció como italiano (aunque musulmán), hace un año comenzó a decirle que quería tener un perro.
¿Cuál es el problema?, se preguntarán ustedes. Y eso le pregunté también a mi amiga. Muchos de ustedes quedarán tan encandilados como yo ante la respuesta: Los perros están malditos para el Islam.
Sí mis queridos amigos y amigas canófilos/las. Como lo oyen. Los musulmanes no pueden tener perros. Ni siquiera si son ciegos (los musulmanes, no los perros). Ni siquiera la policía para detectar drogas puede usarlos.
El ayatola Naser Makarem Shirazi, por ejemplo, ha declarado en varias oportunidades sobre la impureza de los perros. Sin embargo, como me he enterado después, el Corán no dice nada al respecto (como tampoco sobre el uso del velo). El sagaz ayatolá, sabedor de la debilidad de su planteamiento, refuerza su prohibición diciendo que la posesión de perros es sólo una imitación del satánico occidente.
La preocupación por mi amiga, me ha llevado, a pesar de la islamofobia circundante contagiosa, a interesarme por el Islam, por su libro sagrado, por los dichos del Profeta, por todo lo que es halal (permitido, bueno) y lo que es haram (impuro, malo). Así que he pasado un buen año leyendo escritores musulmanes, un poco para salir del Omar Khayyam de mis lejanas clases de literatura. El pobre Khayyam, que debe estar más que prohibido por sus famosos elogios al vino.
Mi amiga, quien tiene que criar sola a sus tres hijos (está divorciada), no lleva velo. Nunca lo ha llevado. Y me dijo que ni su madre ni su abuela lo llevaron nunca. Pero se viste modestamente, en versiones más o menos laxas del traje de su país. Y es piadosa también. Ora las veces establecidas, ayuna en el Ramadán, pero los más importante, desde el punto de vista humano, es que tiene un corazón de oro.
Los miembros de su comunidad, sus hermanos, como ella los llama, la hacen blanco de su chismografía porque sus hijas no sólo no visten trajes tradicionales, sino que son bastante liberales en el vestir, y en verano no las diferencias del resto de adolescentes italianas que van y vienen disfrutando del calor y del sol con sus piernas y brazos al aire.
Hace poco la encontré y me dijo con una gran sonrisa: ¡ya lo compramos! Se llama “Circuit”, porque es como eléctrico. Su cara rebosaba de felicidad y alegría. Me contó que es un cachorrito de Husky + Rottweiler («Oh my Dog!», pensé) muy travieso, que la espera siempre en la puerta cuando ella regresa del trabajo. Añadió algo que me partió el corazón: “Ahora tengo alguien que me espera en casa y que siempre se alegrará de verme”.
Yo me preocupé, sin embargo. Porque recordé que su ex-marido a quien ella le consultó la compra del perro se había opuesto abiertamente. Le había dicho que era imposible, porque el perro no podía vivir fuera del apartamento. Y si vivía dentro, esa sería una casa sin oración. Porque no se puede orar en un ambiente impuro. Y el perro es impuro… (a pesar de que NO lo dice el Corán, repito).
Ella me miró sonriente y me dijo. “No te preocupes. Yo acondicioné un cuarto donde «Circuit» no puede entrar. Ese será nuestro cuarto de oración”. Y añadió con firmeza inconmovible: “Alá sabe que mi corazón es puro”.
Yo miré al cachorrito que estaba echado a los pies de su dueña (las madres son las dueñas reales de los perros de los hijos). El cachorrito me miró y agitó la cola a modo de sonrisa.
Con los fanatismos, ganar pequeñas batallas es como ganar guerras. Admiro profundamente a mi amiga.
!Brindemos con el buen Khayyam por eso!