La destrucción de los Budas milenarios en Irak en 2015 por parte de los yihadistas del ISIS ha dejado mucha tristeza en el mundo. También asistimos consternados a los daños del teatro romano en Palmira (Siria), obra de la misma gente. Igualmente, la quema de miles de libros en Mosul es otra herida para la humanidad.
Cuando vemos que en Siria, en Irak, u otro país lejano ocurren estos actos de destrucción, pensamos neciamente que los yihadistas son de otras culturas, otras religiones, otras lenguas, otro color de piel. ¡Cuidado! Nada de lo humano nos es ajeno, como decía Terencio. O cuando veas las barbas (nunca mejor dicho) de tu vecino quemar, pon las tuyas en remojo.
Ayer, en Roma, se desató un desastre en una manifestación de taxistas a propósito de un decreto que los desfavorece. En poco tiempo, además de los taxistas y los líderes populistas de rigor, estaban en el sitio también los yihadistas (italianos, europeos, blancos, católicos, etc.) que van siempre a pescar en río revuelto. Hubo petardos, gritos, puños y hasta bombas que terminaron por destruir un vitral del 1733.
He oído innumerables veces a ciudadanos comunes europeos vanagloriarse de su “herencia cultural y artística” en comparación con lo que consideran la “inopia cultural” de nosotros, los del continente americano. Y no dejo de pensar en lo irracional de ese engreimiento. Ninguna herencia es mérito propio. Está en la propia definición de la palabra. Heredar es recibir algo que no nos pertenecía. No es un mérito en sí mismo. La herencia puede dilapidarse, regalarse, venderse, despreciarse. También puede cuidarse y acrecentarse. Sólo así la harías propia.
No creo que a los trogloditas que destruyeron este vitral de 1773 les importe “una minchia” (“un coño”, en venezolano) el arte, que han heredado por azar.
Todos llevamos un yihadista en algún rincón oscuro de la mente. Hay que reprimirlo. Desconfiemos de los políticos que tratan de sacártelo de adentro. En beneficio propio, obviamente.