
Hace dos meses comencé un experimento de veganismo. Un experimento personal para tratar de combatir una alergia respiratoria que pasó de ser primaveral a casi perenne. Resumo diciendo que he tenido bastante éxito. La alergia se ha ido. Incluso perdí peso.
Pero fue difícil el cambio de dieta. Pasé considerable tiempo entre Internet y la cocina aprendiendo a cocinar sin leche y sus derivados, sin huevos ni carnes… Mi cocina se convirtió en un laboratorio constante: “queso” a partir de merey (anacardo), “leches” de avena o de almendras, “albóndigas” de quínoa … y así por el estilo.
Todo este trajín de cocina me hizo volver a lo que siempre sentí como algo naturalmente femenino: la experimentación, el laboratorio. Porque, vamos a estar claros, la cocina es y ha sido un laboratorio natural. Y las mujeres han alimentado a la humanidad desde… siempre. Sin alharaca, sin promoción, sin publicaciones, sin pago.
Ustedes dirán, pero los hombres eran los proveedores. Cazaban, por ejemplo. Mmm. Sí… En fin, ya casi ningún hombre caza para alimentar a su familia. Ya lo hacen solo por diversión, a veces malsana, como el rey emérito Don Juan Carlos.
Pero imaginemos el tiempo en que la supervivencia del grupo dependía de la caza masculina. ¿Qué comía el grupo mientras esperaban el prometido mamut (los hombres, en general, prometen cosas muy grandes). Pues no ayunarían precisamente. Por que de haberlo hecho, no habríamos sobrevivido para contarlo. Debían contar con una fuente paralela y sobre todo permanente (no esporádica) de alimentación que sospecho estaba a cargo de las mujeres. Animales de menor tamaño, peces, frutos de recolección, etc. Esta tendencia se observa en pueblos originarios de hoy en día como los Kayapó en Brasil: el hombre caza una presa grande de vez en cuando, pero en el día a día la mujer pesca y sale a buscar frutos. O sea…No sólo de mamut vivió el hombre… ¡mucho menos la mujer!
Vuelvo al silencio de mi cocina-laboratorio, machacando semillas de chía, de lino, de sésamo y calentando “leche” de soya al “baño María”, esa técnica de proporcionar una temperatura constante a un líquido dentro de otro líquido, muy utilizada en química, en farmacéutica, en perfumería, y claro, en culinaria, que es de donde lo conocemos principalmente.
Hace algún tiempo me enteré de que la “María” de este método existió realmente y fue una famosa alquimista que sobrevivió a esa solemne y absoluta oscuridad que la historia generosamente nos ha regalado a las mujeres. Era llamada “María la Alquimista” o “María la Judía”, y vivió en Alejandría entre los siglos I y III. Fue mencionada, alabada y reverenciada (recuerden que la alquimia tenía carácter místico, sagrado) por numerosos alquimistas posteriores que hablaron de sus enseñanzas y, sobre todo, de los instrumentos y técnicas que utilizaba en el tratamiento de metales en la búsqueda del preciado oro místico. Pero en el camino del oro, se descubrieron muchas cosas, y ella dejó escritas (no directamente, lástima) las instrucciones para construir algunos de sus aparatos. Entre otras cosas, sabemos que su forma de mantener la temperatura constante en sus aleaciones de metales era su famoso baño, llamado por sus seguidores “Baño de María”.
No deja de conmoverme que en el más mínimo de nuestros movimientos estemos siempre repitiendo una historia lejana. Yo, en mi cocina, repito un laboratorio de Alejandría y, tal vez, a una mujer de otros tiempos.
Por ahora, no sé si continuaré vegana. Pero que la dieta me haya devuelto la experimentación es ya impagable. María la Judía perseguía el oro místico. Yo persigo la salud, mejor que el oro.