(*) Vucumprà o vu’ cumprà es un neologismo difundido en la Italia de los noventa para indicar, en sentido generalmente despectivo a los vendedores ambulantes de origen africano. La palabra pretende imitar la pronunciación distorsionada de parte de los inmigrantes con escaso conocimiento de la lengua italiana de la frase «vuoi comprare? Hay que añadir que es probablemente una imitación del dialecto napolitano (www.google.it).
No sé cuándo oí por primera vez la palabra vucumprà. Pero sí recuerdo las veces en que le he prestado atención últimamente. Llegaba de Venezuela y estaba en el aeropuerto de Trieste que tiene ese nombre tan extravagante (!Ronchi dei Legionari!). Estaba con las maletas en el chequeo de aduanas y el funcionario me hizo dos preguntas rápidas: de dónde viene y tiene algo qué declarar… Eso fue todo el trámite.
Después de mí había un hombre africano, relativamente joven, con una maleta un poco desastrosa. No lo tuvo fácil. Lo apartaron y le abrieron la maleta que en mi imaginación (porque desde donde yo estaba no podía ver nada) estaba llena de ositos y monos de cuerda que tocaban unos platillitos.
¿Porqué debía su maleta estar llena de estos objetos? le pregunto a mi cerebro, muchos meses después. La verdad no sé que diablos hace la memoria con los datos. Sólo sé que he visto a hombres negros vender –entre otras cosas– juguetes mecánicos lamentables que exhiben en el suelo y recuerdo que alguno de mis hermanos en nuestra lejana infancia tuvo un mono (o un oso) que si le dabas cuerda marchaba en dos patas y hacía sonar unos platillitos que tenía en las patas delanteras…Algo así de espantosito:
El asunto es que yo salí a la sala central del aeropuerto y el africano no. Yo me senté a esperar porque no sabía si E. venía a encontrarse conmigo a estas alturas ya que el vuelo venía retrasado. Decidí pues esperar una media hora antes de agarrar el bus hacia la ciudad no fuéramos a cruzarnos. Me senté y en poco tiempo entró una mujer africana, joven, bien parecida, y comenzó a recorrer el aeropuerto de arriba a abajo (es pequeño). Finalmente se detuvo y comenzó a examinar a la gente que allí quedaba. Me escogió a mi, !por supuesto! Se acercó y trató de construir una pregunta en italiano con sólo dos palabras, entonación y gestos. Lo que me dijo fue:
Uomo nero?
Yo le hice señas de esperar y le señalé hacia dentro de las oficinas de aduanas e inmigración. Ella insistía angustiada con sus dos únicas palabras:
Uomo nero?
Como pude le hice entender que SÍ había llegado, que estaba adentro. Que esperara. En unos diez minutos Uomo Nero salió a la sala, se abrazaron y se fueron caminando todavía abrazados y sonrientes. Me fijé en la maleta y en el hombre. No parecía posible que estuviera llena de osos o monos como yo había imaginado. Era una maleta más bien pequeña, un poco feúcha eso sí, pero sin capacidad para llevar mercancía. El hombre probablemente no era un vucumprà. Pero esas dos circunstancias que la mujer había expresado “uomo” y “nero” lo habían convertido en uno en la mente del funcionario y, lo más triste, en la mía también.
Meses después, ya instalada en Trieste, conocí, a través de un artículo en el diario español El País que hay un escritor alemán que vive en Trieste y escribe novelas de misterio ambientadas en esta ciudad. Compré pues mi primera novela de misterio donde el investigador Proteo Laurenti recorre la Strada Costiera, el viale Miramare, las playas de Barcola, el Café de los Espejos, el hotel Duchi d’Aosta, el Borgo Teresiano y otros sitios (por donde yo paso a menudo), persiguiendo mafiosos dedicados a la trata de blancas y de negros. Las blancas vienen de Europa oriental, preferiblemente Eslovenia, Rumania y los negros de cualquier parte de África (negro es negro y potencialmente vucumprà, es el pensamiento subyacente). Blancas y negros son transportados, traspasados, vendidos, explotados en Italia y el resto de Europa occidental donde vienen con la ilusión de cambiar notablemente la miserable vida que llevaban en sus países de origen. Heinichen trata este tema en su primera novela que lo hizo famoso ‘A ciascuno la sua morte’ (‘A cada cual su muerte’).
La novela de Heinichen pronto se me hizo imprescindible. Leer sobre muertes y persecuciones que ocurren a varias cuadras de donde tú vives es siempre emocionante si no se trata de un periódico venezolano. En la novela, la injusticia ocurre, pero la justicia triunfa. Los malos no quedan impunes como en los diarios de Venezuela. Así que yo llevaba mi novela a todas partes siguiendo las vicisitudes del comisario Laurenti, que odia ir en carro y en cuanto puede se desnuda y se da un baño en el Adriático porque está en pleno verano.
Un día me toca ir a buscar mi permiso de estadía en la prefectura. En el mismo edificio está el cuartel central de la policía donde trabaja el investigador-comisario Laurenti de mi novela. Me mandan ir a las dos por el permiso y es todavía la una. Yo decido ir a tomar algo por ahí (con mi novela a cuestas por supuesto) para hacer tiempo. Está lloviendo a cántaros y hace un viento feroz. Tengo un pobre paraguas pequeñito que decido guardar para que no me lo parta el viento. Protegiéndome en los pórticos de los edificios grandes atravieso Piazza Unità, paso frente al Hotel Duchi d’Aosta preguntándome si los mafiosos estarán allí reunidos, llego a un café y pido un chocolate caliente y ¡por fin! me siento a continuar mi lectura mientras escampa y llegan las dos.
La novela describe en ese momento cómo un barco pesquero ha abandonado un grupo de unos cuarenta hombres africanos clandestinos en un bosquecito vecino al mar y cómo estos hombres caminando por el bosque fueron agarrados por la policía y esperan su deportación. Habían pagado tres mil euros para ser llevados a un sitio salvo y ser ubicados en trabajos dignos. Pero fueron abandonados a su suerte.
Alguien a mi lado me habla y me saca por un momento de la tragedia literaria. Es un uomo, nero, lleno de paraguas. Un vucumprà que ha saltado de la novela no sé cómo y se ha materializado a mi lado y murmura algo y extiende un paraguas. Yo me quedo mirándolo. No puedo creer que la palabra escrita y el hombre puedan coincidir tanto. El hombre cree que no le entiendo y repite lo que sea que estuviera diciendo. Me pregunto cuánto le falta para pagar su viaje a la civilización. Los que no son estafados y abandonados en las playas, logran obtener algún documento que les permita vender cualquier cosa, monitos de cuerda, carteras de marcas falsas, paraguas, lo que sea que les permita terminar de pagar su insaldable deuda con los traficantes de ilusiones.
Compro el paraguas. Y el hombre, así como vino, se fue. Era día de lluvia. Mal día para el vucumprá de los monitos. Bueno para el de los paraguas.
http://www.youtube.com/watch?v=ybk_-rujm0k
(escúchenla)