En un artículo anterior hablé de mi enfermedad al regresar de Venezuela. En esos breves 15 días de mi estancia allí, viví todo lo que ustedes saben y algo más: carestía: de alimentos, de medicinas, de electricidad, de agua, el ACV de mi madre…
Pero hay cosas que verdaderamente te derrumban y te muestran que no hay solución posible en el horizonte para nuestro país. Porque el daño preexistente ya era muy profundo como para aguantar esta hecatombe que se nos vino encima. Cuando construyes edificios endebles y en una zona sísmica, cuando llega un terremoto, no queda nada. Queda la tierra arrasada y una mortandad. Y no se puede volver a construir ni los mismos edificios, ni en la misma zona. Hay que irse. Buscar tierras más firmes. Y aquí viene la historia que justifica mi pesimismo:
En mi vuelo a Maiquetía desde El Vigía tenía mucho tiempo por delante porque la precariedad de todo en el país hace que tengas que estar en el aeropuerto unas 4 horas antes de tu vuelo. Fui al restaurante a las 6:30 AM, ya abierto y desierto. Desierto no por la hora, sino por los precios. Ordené en la caja un desayuno corriente: unas arepas con natilla y un café. Y cuando fui a sentarme, vi a una persona conocida al otro extremo del amplio salón, concentrada en la lectura de algo. No era una conocida cualquiera. Habíamos sido grandes amigas antes de que “la revolución” acabara con todo afecto, con toda humanidad.
Esta amiga, de la noche a la mañana, como tantos venezolanos hace muchos años, se volvió chavista furibunda y pasó de militar en una derecha recalcitrante a formar parte de una “izquierda revolucionaria” sin que se le aguara el ojo. Esto no hubiera pasado de ser un ejercicio del libre albedrío, si esta persona no hubiera hecho tanto daño en su ejercicio personal de la “revolución”. Daño, porque al ser “educadora” utilizó abusivamente durante años la cátedra académica para hacer proselitismo entre chicos y chicas jóvenes que le creyeron todo cuento sobre la tierra prometida y la siguieron.
Dudé un rato si acercarme a saludar o no. Pudo más mi curiosidad que mi resquemor. Quería oír de viva voz una justificación sobre las últimas “soluciones geniales” de sus co-revolucionarios líderes, amigos y colegas a los problemas del país. Me acerqué entonces, y ella, no sólo me saludó con el afecto y encanto de siempre, sino que luego pasó cerca de una hora (arepas, natillas y cafés mediante) contándome escandalizada sobre su desilusión como “revolucionaria”… ¡!! después de 20 años!!! De ella y de su marido, y de sus hijos, que ahora estaban fuera del país, donde —por supuesto— es el sitio de los hijos de la “revolución”. Pasé una hora oyendo su ordalía, su tormento, su decepción, su sufrimiento… Pasé esa hora sin hablar. No sé si ella esperaba alegría o simpatía de mi parte. No la obtuvo. Yo pensaba en tantos alumnos afrontados en público por ser de la oposición…
Cuando terminó su historia hubo un silencio embarazoso que me vi obligada a interrumpir para preguntarle. «¿Y en estos momentos a qué te dedicas?»
Y ella, que ya se había repuesto de las decepciones de “la revolución”, soltó su risa encantadora y me respondió con ojos chispeantes de emoción: “¡A la danza! Tú sabes que siempre me ha gustado bailar”. Yo asentí y hasta la acompañé en la risa, agradeciendo que en ese momento llamaran “al salón de embarque”.
Porque esas tres palabras “a la danza” fueron para mí la estocada final.
Pude experimentar en carne propia el terrible significado de la “banalidad del mal” de Hanna Arendt, de la que tanto se ha hablado en nuestros tiempos.
Como dije al comienzo, los edificios eran muy endebles y la zona, sísmica. Lo que hizo el chavismo fue sólo mover el piso. No creo que haya remedio.