Todo comenzó cuando un grupo de fotógrafos de una revista capitalina fue a retratar a los más ancianos del lugar para hacer un reportaje.
La voz cundió rápidamente, como pasaba en aquellas montañas abandonadas de la mano de Dios. Eran los niños el correo de las montañas. Con sus piernas fuertes y ágiles corrían monte arriba y monte abajo comunicando las noticias:
“Unos … fotógrafos … vinieron … para hacerles … afotos a los abuelitos. Que bajen mañana a La Vega … a la casa grande”. Los niños daban aquel mensaje entrecortado, porque correr a dos mil metros de altura deja a cualquiera sin resuello.
Al día siguiente bajaron todos por la novedad y se congregaron en el antiguo salón de clases comunitario. Estuvieron reunidos con los fotógrafos y los curiosos, todos tocándose y abrazándose y hablándose muy de cerca porque muchos ancianos ya no oían muy bien. Fue un día de fiesta.
Los fotógrafos se fueron más que felices por las excelentes fotos y por la amabilidad de aquella gente. Lástima que uno del equipo hubiera llegado enfermo. “Mal de páramo”, le dijeron.
Quince días después, casi todos los ancianos estaban en cama con temblores y una tos cavernosa que no se calmaba. Las mujeres recogieron poleo porque supuestamente calmaba la tos. Pero nada funcionó. Tampoco la sopa de ajos, ni la enjundia de gallina.
Los ancianos empeoraron. En un acceso de tos y ahogos parecían entregar el alma al Creador. Pronto los campesinos supieron de qué se trataba. Habían oído por radio que se trataba de una enfermedad nueva. No entendían muy bien el nombre que mencionaba una corona. “Será una corona de espinas” dijo algún ocurrente, porque la emergencia ya empezaba a ser insoportable. En casi cada casa del lugar había un enfermo.
Hasta que un día murieron quince de golpe. Y la gente se encontró sin saber qué hacer porque no había ni vehículos para sacar los cadáveres hacia el pueblo cercano. Hacía tiempo no había gasolina en la región y ellos habían quedado limitados a las distancias que se podían hacer a lomo de bestia.
Llevaban más de cincuenta años pidiendo a la iglesia y a las autoridades un cementerio donde pudieran ir caminando, acompañando a sus muertos sin necesidad de transporte. La gente quería ser enterrada en la tierra que habían labrado toda su vida; un sitio desde donde se pudiera sentir desde el más allá el aire de montaña.
Sin embargo, el tiempo pasaba y nada ocurría. El gobierno decía que había problemas sanitarios por resolver. La iglesia, por su parte, no quería el compromiso de enviar curas a las montañas cada vez que se moría un campesino. ¡Que vinieran al pueblo, como lo habían hecho siempre para los matrimonios y los bautizos!
—La muerte es distinta —porfiaba el delegado campesino ante el alcalde en una reunión. Uno viene al pueblo a un bautizo, a una boda, pero después regresa a la aldea. Allí es donde nacemos y morimos.
Pero daba igual lo que dijeran. Ese lugar no le interesaba a nadie. Eran solo unos cientos de votos dispersos por los que no valía la pena molestarse.
Cuando hubo de golpe tantas muertes juntas, lo decidieron entre todos. El lugar ya lo tenían. Lo habían escogido cuando hicieron la petición a la alcaldía: una explanada pequeña, como la aldea, entre dos montes. Nadie sembraba allí porque el terreno era árido y la capa de tierra útil era escasa. Desde el punto más alejado del poblado se caminaba poco más de una hora para alcanzar la explanada. Era una distancia razonable para ir a pie o en mula a llevarle un ramo de flores a los muertos en su día.
Así que limpiaron y deslindaron con cuerdas las distancias para las tumbas. Llegaron a demarcar setenta y cinco. Más que suficientes, por ahora. Luego cada familia comenzó a excavar la fosa de su muerto. Esa fue la parte más difícil. El terreno era pedregoso y algunos huecos que se comenzaban a abrir tuvieron que ser abandonados por el tamaño de las piedras.
En las casas, las mujeres preparaban los cadáveres como habían visto hacer a sus madres y abuelas hasta ahora. Los lavaban con agua y vinagre, los peinaban y vestían con el mejor traje y todo se desenvolvía en un ambiente de lloros y órdenes dadas a media voz.
Cuando se dieron cuenta de que no habría urnas hubo un momento casi de espanto. Fue entonces cuando Felicia, la mujer más vieja del lugar, que curiosamente no había enfermado, comenzó a farfullar: “las carpetas, las carpetas”. Así llamaban en aquel lugar a las enormes mantas de lana de oveja que usaban los viejos para protegerse del frío y de la lluvia a manera de ponchos. Eran enormes y pesadas por la densidad de la lana que se usaba en su confección. Ya no se fabricaban más. Solo los viejos las tenían.
Y fue así como en cada casa las mujeres tendieron una manta en el suelo y allí pusieron a sus madres y padres vestidos de fiesta con las manos cruzadas sobre el pecho. Y encima del cuerpo colocaron una segunda manta y luego cosieron ambas con agujas de arria, uniéndolas y formando un saco grueso, cálido como un capullo que protegería a sus ancianos.
Luego de los rosarios debidos y entre llantos se las arreglaron para llevar los talegos fúnebres hasta el cementerio improvisado. Al final de la tarde ya estaban todos enterrados. Fueron dieciocho. Tres más habían muerto mientras se abrían las fosas.
El lugar parecía ahora un verdadero camposanto. Toda la tierra había vuelto a las fosas cubriendo los cuerpos. Encima de los túmulos, quien más, quien menos había dispuesto un ramo de flores silvestres.
Unas cruces improvisadas, hechas con la basta madera de las camas de los ancianos difuntos, sirvieron para grabar cada nombre y aquella fecha sombría.
#NuestrosMayores