Estaba aquí, con mi café, pensando en mi infancia trujillana en la Semana Santa. Porque este era un periodo especial para los niños. Había reglas muy estrictas para estos días, sobre todo desde el Jueves Santo al Domingo de Resurrección.
Por ejemplo, no se podía castigar a los niños. Los adultos nos amenazaban diciendo: “Deja que pase la Semana Santa”. Y los niños siempre confiábamos en que después del Domingo de Resurrección todo se olvidaría o perdonaría. Somos adictos a la esperanza desde niños.
No se podía gritar, porque se le “molestaban las llagas al Señor”. Mi hermanita, que tendría unos cuatro años en el momento de este recuerdo, me preguntó una vez por lo bajo por qué se le molestaban «las agallas al Señor». Lo que me dio un ataque de risa, inmediatamente sofocado, porque tampoco se podía reír.
Desde el Jueves Santo hasta el Domingo, los niños vestíamos de blanco y las mujeres adultas usaban vestidos en cualquier tono de morado, marrón o negro. Los hombres que podían usaban liquiliqui blanco de algodón o de lino, sombrero negro y una banda también negra alrededor del brazo derecho en señal de luto.
Algunos hombres respetables, como mi abuelo, pertenecían a la Sociedad del Santo Sepulcro y debían hacer horas de guardia sentados, portando unas lanzas ante una urna de cristal con una imagen de Jesucristo muerto dentro. Mi hermana y yo, en sacro silencio, íbamos a contemplarlo allí, hierático y elegante, cuidando la urna. Estábamos muy orgullosas de que el abuelo fuera un protector !nada menos que de Jesucristo!
Una Semana Santa nos visitaron unas primitas de Maracaibo y cuando debíamos vestirnos para ir a “visitar los monumentos”, una de ellas se puso un vestido !anaranjado! Mi abuela casi se desmaya y ese día llegó a la conclusión de que los maracuchos eran gente sin Dios.
Pero a lo que iba, es que tal vez en Trujillo fue el último sitio donde oí el estruendoso sonido de las matracas o carracas de Semana Santa. Como era tradición, no se podían hacer sonar las campanas desde el Jueves hasta el Sábado a medianoche. En cambio, la ciudad era recorrida por monaguillos y otros niños –generalmente de familias de pocos recursos—a quienes les daban algunas monedas para que caminaran la ciudad sonando estos instrumentos.
La matraca se agarra por el asa que se ve en la foto y se suena haciendo girar la muñeca a un lado y otro, lo que permite a la pieza metálica batir contra la madera. Esta se hacía sonar varias veces al día para llamar a los distintos servicios religiosos ya que las campanas permanecían en silencio por el luto. El sonido era aterrador para los niños pequeños y no tan pequeños. Recordaban a un hombre visionario que había padecido tortura y había muerto crucificado por los suyos creyendo salvar al mundo. Era triste.
Pero el sábado a medianoche, dos mil y tantos años atrás, ese hombre había resucitado, para algunos en carne y hueso, para otros, como una idea de que siempre hay salvación. Una idea que nos ha acompañado, misteriosamente, por más de dos siglos.
La euforia de esta salvación se celebraba entonces el domingo con las comilonas tradicionales de cada casa: sopa de tacones, mana-manas rellenas, cocidas en hojas de plátano, pastel de bacalao, ensaladas de capas de papas, zanahorias y remolachas y huevos cocidos, y, sobre todo, los postres: arroz con leche, dulce de lechosa y piña, buñuelos de apio y queso en miel de panela y la delicia de delicias, para mí, las delicadas de naranja y piña que se disolvían en la boca en un suspiro de sabor.
Mientras haya sabor habrá esperanza era el sentimiento de todos.
Buscando la foto he descubierto que las matracas se usan mucho todavía en Brasil y Portugal. No sé en España. Tal vez las siguen usando en Trujillo. Allá el tiempo a veces parece haberse detenido. La foto la saqué de una exhibición de un museo en Murcia. Y espero que el vídeo del final les transmita un poco ese sonido que yo recuerdo de mi infancia.
¡Mantengamos la esperanza… y los sabores!