Joseph miró desolado la figura del Niñito Jesús convertida en fragmentos. Las manos destrozadas, separadas del cuerpo. El torso pulverizado. En su carita, antes sonriente quedaba solo un ojo. La caja de cartón que lo había protegido hasta ahora estaba completamente aplastada. No había resistido la última mudanza.
«No tendrá arreglo esta vez», pensó.
Ya antes le había tocado encolar alguna de las figuras, la cabeza de un rey o la de la mula que casi siempre se despegaba. Pero después del último atentado habían tenido que mudarse, casi huyendo, del otro lado de la línea. Y ahora, tenía aquella figurita vuelta pedazos como tantos niños de uno y otro bando, destrozados en esos atentados sin control.
—Podemos recortar una estampita y ponerla entre José y María que están en buen estado —dijo Joseph sin convicción.
Mariam no respondió y su hija Marta de cinco años, que se había quedado muda desde la explosión en la escuela, solo lo miró suplicante. Joseph tomó la carita de su hija entre sus manos y la miró intensamente.
—Dímelo Marta. Dime si te gusta la idea de la estampita. Ya mañana es Navidad. Tenemos poco tiempo para disponer el belén. Háblanos, por favor…
—Déjala Joseph —le rogó Mariam casi llorando—. ¿No ves que no puede?
Joseph abrió la boca para decir algo, pero la mirada alarmada de sus hija lo detuvo, así que calló. Iba a decir que su hija sí podía hablar. Que él la había sorprendido murmurando en voz baja en su habitación hacía unos días. Pero la niña se hubiera puesto peor si revelaba su secreto. Tenían cita médica para examinar ese mutismo, pero había que esperar todavía dos meses. Ahora tenían que encontrar una escuela nueva, y para unos cristianos en esta zona iba a ser complicado. Prefirió concentrarse en el belén.
—¿Qué hacemos? Hay una imagen del Niño en la caja de chocolates… podemos usarla.
La hija volvió a mirarlo suplicante. A falta de voz tenía aquellas miradas. Él no dijo nada. Se dirigió a la puerta, descolgó su chaqueta y salió sin despedirse. Una vez fuera comenzó a correr hacia el puesto fronterizo. Le quedaba todavía tiempo. Llegó y se puso en la cola que avanzaba lentamente. Después de una media hora pasó del otro lado.
Era solo una intuición. Había trabajado con un musulmán que se había retirado para poner un pequeño negocio de ultramarinos donde vendía de todo un poco. Productos halal, claro, pero también tantas cosas que compraban cristianos, judíos y musulmanes por igual: arroz, verduras, habas, lentejas. Y en cada fiesta religiosa, sin importar el credo, vendía artículos alusivos. No sería raro que tuviera un belén escondido bajo el mostrador, ya que ahí también ocultaba algunas botellas de alcohol según recordaba.
En aquel amasijo de tiendas y tenderetes lo encontró. Su amigo lo miró con asombro:
—¡Joseph! ¡Tanto tiempo! ¡Salam aleikum!
—Aleikum salam — respondió Joseph casi sin pensarlo.
Abdel lo abrazo con genuino afecto, lo besó en ambas mejillas y le acercó un taburete para que se sentara junto a él.
—Es una buena oportunidad de tomar una copita, ¿no crees?
Joseph se rió de la desfachatez de Abdel. Sabía lo que arriesgaba si algún guardia entraba y los encontraba bebiendo. Pero tomaron varios tragos de anís en vasitos minúsculos y pasadas las cortesías, Joseph le preguntó:
—¿Sabes donde puedo conseguir un belén barato?
—Has llegado al lugar adecuado —le respondió Abdel con su enorme sonrisa, sacando una caja de cartón de debajo del mostrador. La abrió y le dijo:
—Revisa si está completo y te lo llevas.
Entonces Joseph le abrió su corazón y le contó todo: la explosión en la escuela, los niños descuartizados, su hija viva, pero muda. Mariam que no quería tener contacto con él desde entonces.
Abdel oyó en silencio.
—Para las mujeres, siempre tendremos la culpa —dijo suspirando al fin; y añadió:
—No tienes que llevar todo el belén si no lo necesitas. Toma, le dijo envolviendo al Niño en un pañuelo blanco. Llévaselo a Martita. Dile que es un regalo de este viejo amigo.
Joseph abrazó a Abdel emocionado y se despidió.
—Me voy antes del toque de sirena. Espero que nos veamos pronto.
—¡Inshallah!
Joseph corrió de nuevo, ya casi en penumbra y llegó a la línea donde ya no había cola. Dos soldados distraídos lo examinaron y notaron el bulto en la chaqueta.
—¿Que llevas ahí?
—Es un regalo para mi hija —dijo Joseph sacando el envoltorio blanco.
—Ábrelo.
Joseph así lo hizo y los soldados miraron la figura del Niño en el pañuelo blanco.
—Si es sólido puede pasar, pero si es hueco tenemos que romperlo —dijo uno.
—Es para mi hija… quedó muda desde el atentado en la escuela…
Los soldados se miraron, callados. El de mayor rango se encogió levemente de hombros.
—Pasa —le dijo cansado.
Joseph corrió ya en la oscuridad hasta su casa y se detuvo en la puerta para recuperar aliento.
Entró. Ya estaban sentadas, apenas comenzando a cenar. Una sopa de fideos y pan era todo lo que había en la mesa. Pero él se sintió en paz.
Su hija lo miró expectante en muda pregunta.
Joseph saco el envoltorio del bolsillo y comenzó a abrirlo con cuidado. En ese momento se produjo un corte de electricidad como sucedía a menudo, pero solo duró unos segundos. Cuando la luz volvió, más intensa, el Niño estaba en la palma de su mano abierta, tendida hacia Marta, como si lo hubiera producido por arte de magia.
Marta dio un pequeño grito de asombro y se quedó mirando la figura.
—Tócalo, es tuyo. Mira, está completo… tiene manos, tiene los piececitos, el cuerpo, los dos ojos… y sonríe. Te sonríe.
Marta lo cogió con delicadeza y lo apoyó en su regazo como para protegerlo mientras terminaba su sopa. Cuando terminó, apoyó una mano suavemente en el brazo de su padre y le sonrió.
Afuera, pero ya muy lejos, sonaban las sirenas.
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